INTEGRANDO LA DICOTOMÍA PERSONAL Y TEÓRICA EN LA BÚSQUEDA DE UNA IDENTIDAD COMO ARTE TERAPEUTA por Arthur Robbins
(*) Traducción del artículo “Integrating the personal and theoretical splits in the struggle towards and identity as art therapist”
Como escultor, arte terapeuta y docente de
arte terapia para principiantes y estudiantes avanzados, he luchado por encontrar
una posición teórica que integre mi parte psicológica, verbal y objetiva; con
mi parte artística, no verbal y simbólica. He estudiado las diversas líneas de
pensamiento en arte terapia así como también las corrientes Psicoanalítica,
Gestáltica, Humanística y Jungiana. Lo que se ha hecho patente en mi búsqueda
de sentido es la íntima interrelación entre mi propio desarrollo personal y mi
crecimiento profesional como arte terapeuta. Este proceso me ha hecho
comprender que el clivaje, dentro del campo del arte terapia que enfrenta una
teoría contra otra, sólo nos está perjudicando. El arte terapia puede ser
considerada dentro de un sinnúmero de encuadres que dependen de un cierto
número de factores incluyendo, el lugar, la gente, la duración del tratamiento,
la profundidad y conocimientos del terapeuta así como su personalidad, sin
mencionar la receptividad de cada paciente. Siento que en nuestra profesión
debe haber lugar para búsquedas de identidad personales, diferencias en las
definiciones y variedad en el encuadre si, como grupo, se supone que crezcamos
y actuemos como un todo.
Me
gustaría compartir con Uds mi propia evolución como terapeuta en las artes
creativas a través de los símbolos, las imágenes y las teorías que han marcado
mi desarrollo.
Como para tantos otros arte terapeutas, los
símbolos y las imágenes se han transformado en íntimas codificaciones de mi
experiencia. Estos desafían el reduccionismo de las palabras en tanto sostienen
y reflejan la complejidad de mis afectos tempranos, conectando el pasado con el
presente y marcando mi futuro. Como organizador de mi propio pasado, este mundo
de símbolos e imágenes muestra mis propias polaridades de odio y amor, bien y
mal.
Si debo compartir con Uds mi lucha por un
sentido, debo entonces describir brevemente mis propios símbolos personales y
cómo éstos han obrado sobre mis conflictos sobre la teoría detrás del arte
terapia. Traten de imaginar un chico, con su rostro sucio, que parece estar
totalmente perdido en sus juegos en el arenero. Ese era mi mundo, allí donde
construía castillos de arena y profundos túneles inmerso en la húmeda textura
de agua y arena. En ese lugar, definí y redefiní mis límites y encontré un
lugar de refugio lejos de mi familia que siempre pedía demasiado conformismo,
prolijidad y orden. El arenero era el lugar donde me sentía Rey, y donde se me
dejaba solo para que disfrutara. El otro mundo era el de mi hermana. Ella era
la estrella: una hermosa niña que ganaba trofeos, dibujaba bien y siempre
estaba prolija y limpia. La búsqueda de “lo estético” era una búsqueda común de
mi madre y mi hermana. Ese era un ámbito del que me sentía excluido, aunque
secretamente envidiaba. No me atrevía a entrar en ese mundo por temor a la
competencia y la comparación.
Al ir creciendo, me fui haciendo rebelde.
Mis juegos en el arenero se extendieron a muchas áreas de mi vida. Me
transformé en un joven estudiante desaliñado, desordenado y anticonformista
quien, metafóricamente, tapaba desagotes y siempre desafiaba el orden
existente.
Ya entrando en mi adultez, esa parte
inconformista y oscura encontró una salida en el trabajo creativo como
psicólogo, pero ese mundo verdaderamente creativo, el de la estética, no era
mío. No podía dibujar ni pintar y hasta me sentía incómodo cuando entraba a un
taller. Fue en ese momento que sentí que si verdaderamente deseaba lograr una
armonía interior necesitaba aunar esta oscura y rebelde parte de mi ser con la
parte luminosa, estética y creativa que estaba representada por el arte.
En mi análisis, ambas partes pelearon, se
rebelaron y buscaron una síntesis concreta. Volver al arenero pareció una
manera ideal de explorar esta integración. El arenero, a esta altura de mi
vida, se transformó en el taller de la docente de escultura.
Recuerdo que me acerqué a su estudio con
temor, temblando. La docente, una dama Rusa muy mayor, me miró y dijo de manera
provocativa: “Bien, ¿qué está esperando?” Me apabulló e impresionó la libertad
de este taller donde bien o mal no existían, no había instrucciones, pero mucho
espacio. Aquí, recibí el permiso de conectarme con la arcilla y la suciedad, de
oler y tocar el material. En realidad, recibí aprobación y estímulo.
Lentamente, a través de conectar mi persona con el material que se me antojó
como una forma de meditación, me sané. Empecé a sentirme más expansivo y seguro
y algo creativo y estético comenzó a surgir. A medida que progresaba en mis
esculturas, mi mundo profesional también se expandía. Mi práctica privada
floreció y llegué a ser formador de otros terapeutas. Aún así, ambos mundos
parecían seguir demasiado separados.
Un importante suceso tuvo lugar durante este
período inicial de exploración de la arcilla: mi padre enfermó de cáncer y
murió. Fue una experiencia espantosa, emocionalmente devastadora. Caí en una
depresión y me volví taciturno, me sentía extraño respecto a mí mismo. Deseaba
alguna forma simbólica de expresar el conflicto emocional en mi interior, ya
que las palabras no alcanzaban para describir mi dolor. Cuando mis manos
comenzaron a tratar de capturar esta intensa experiencia a través de la
arcilla, pude atisbar lo que arte terapia era. Emergió una cabeza con profundos
ojos vacíos y una boca que se replegaba sobre sí misma capturando mi sentido de
la muerte: todo el vacío y la soledad como también mi desesperación. Al hundir
mis uñas dentro de cada surco, sentí liberación, una sensación de estar en
contacto con mi obra. Le mostré mi obra a mi analista esperando sus comentarios
sobre mis sentimientos de desesperación y depresión. Recuerdo como tomó la obra
en sus manos y exploró cuidadosamente todas sus partes antes de decir: “Todo
está equilibrado, todo parece estar controlado. Este lado parece reflejar de
manera exacta el lado opuesto.” El se preguntaba si mi obra reflejaba mi
equilibrio y control internos. Se preguntaba si yo realmente estaba tan triste
como decía estar, o si me obligaba a estar deprimido. El se preguntaba si no
había algo más detrás de ese equilibrio y ese control. Poco después admití que
tenía una sensación de alivio al verme liberado de la tarea de cuidar a mi
padre y de la presión que eso había ejercido sobre mi persona. También pude
reconocer que deseaba poder seguir adelante con mi vida. Lo que me sorprendió
sobre la actitud de mi analista para con mi obra fue la conciencia que él tenía
sobre mis defensas, mis estados de ánimo y mis afectos y fue precisamente su
sensibilidad en responder a mis defensas que me hizo ver más allá de la imagen
manifiesta.
Gradualmente comencé a interesarme en el
campo del arte terapia. Sentía que ser un terapeuta privado full time era en
extremo cansador, no solo por las largas horas en el consultorio sino por el
hecho de ver un paciente tras otro. Necesitaba algo más activo, más
participativo. Tuve la suerte de encontrar un trabajo part time enseñando Psicología
a estudiantes de arte en el Instituto Pratt. Esta experiencia era
verdaderamente diferente a la de enseñar a psicólogos. Los estudiantes allí
percibían y comprendían a la gente a través de los ojos simbólicamente
orientados del artista más que con la mirada lógica del científico.
Existía una reciprocidad entre lo que
sucedía en el instituto y mi trabajo como escultor, que ahora había pasado de
la piedra al metal. Pronto pude ver que había una sorprendente similitud entre
el proceso creativo y el encuentro terapéutico. Comencé a escribir sobre el
proceso creativo terapéutico, y en 1973 formulé el principio que decía que el
arte terapia tenía las cualidades bien de una relación amorosa o de la temprana
relación madre-hijo, donde la mayor parte de la comunicación es a través del
tacto y lo no verbal (Robbins, 1973). Lo que advertí como fundamental era la
creación de una fecunda relación a través del uso del arte y la simbolización.
En tanto sabía que las capas más primitivas de la organización psíquica pueden
ser fácilmente movilizadas y avasallar al yo, noté la importancia de la
sensibilidad del arte terapeuta respecto a tomar distancia y a acercarse y
crear un ambiente donde un paciente pueda atreverse a soportar estar a solas
con sí mismo y hacer alguna clase de enunciación.
Al interesarme cada vez más en arte terapia
comencé a revisar bibliografía. Primero leí a las dos gigantes en ese campo:
Margaret Naumberg y Edith Kramer. Naumberg presentó una ortodoxa teoría del
trabajo psicoanalítico aplicado al arte terapia. Desde este punto de vista, el
arte era un puente, y un medio para lograr el insight como fuerza curativa del
tratamiento. Aunque esta modalidad parecía apropiada para trabajar con
neuróticos, yo tenía mis reservas al respecto. Me preguntaba si podía existir
un conflicto entre esta aproximación que privilegiaba el insight y el proceso
creativo y, luego de revisar algunos de sus casos clínico llegué a la
conclusión de que el modelo psicoanalítico ortodoxo no se las entendía muy bien
con el proceso de creación. Analizar el arte y a la vez ser abierto y
espontáneo parecían excluirse mutuamente. Otro problema era que los arte
terapeutas por lo general trabajaban con pacientes que caían bajo la categoría
general de estados mentales primitivos: psicóticos, borderlines y graves
trastornos del carácter. En estos pacientes, la finalidad del tratamiento más
que pasar por el insight pasaba por la integración de sistemas internalizados
de carácter difuso y separado.
Tratando de encontrar un encuadre teórico que
combinase la excitación que produce el acto de la creación con formas de
trabajar profundos conflictos personales, leí el texto de Edith Kramer (1979)
que ponía el énfasis en el papel protagónico del arte en la experiencia del
arte terapia. Más que abocarse a los fenómenos de transferencia y resistencia,
esta autora enfatizaba la idea de la habilidad en el dominio de las emociones a
través de la expresión artística. Recordé mi propio placer ante el manejo de lo
artístico y ese exquisito sentimiento de completud que recibí a través de mi
propia experiencia artística. También se me ocurrió que la mayoría de los
artistas estarían de acuerdo con esta teoría, que no colocaba en su centro
conceptos tales como resistencia y transferencia. A medida que me fui adentrando
en la teoría de Kramer, advertí la importancia que la idea de sublimación
guardaba:
La
sublimación depende de una renuncia parcial, ya que aquel instinto que se agota
a través de la gratificación no está disponible como fuente de energía para ninguna
actividad.
Y continuaba:
La
neutralización de las energías de índole sexual y agresiva, que son la
característica de la sublimación, se da en el ámbito de la ejecución artística.
No importa qué emociones el artista exprese hacia el acto de pintar y los
medios que utiliza, debe mantener un sentimiento positivo alejado por igual de
la excitación sexual obsesiva y de la furia agresiva. Este estado no es fácil
de mantener. Está de continuo amenazado por un lado, por instintos indomados y
por otro, por la tendencia del yo a poner en marcha mecanismos de defensa radicales.
A su vez, Kramer reconocía las limitaciones
de sus herramientas y conceptualizaciones:
Como
terapeutas, estamos más acostumbrados al fracaso que al éxito. A diario vemos pinturas de volcanes que son un desorden de
rojo y negro debido a que los sentimientos explosivos no fueron representados
sino actuados.
Por lo tanto, el criterio de éxito
terapéutico para Edith Kramer puede ser resumido en la siguiente aseveración:
Ya
que el valor artístico del trabajo producido es un signo de una exitosa
sublimación, la calidad de dicho trabajo se transforma en un parámetro de
medición, aunque no el único, del éxito terapéutico.
Esta teoría, en su momento, fue vital para
mí ya que preservaba el protagonismo del arte como el punto de apoyo de mi
propio trabajo profesional. A pesar de que el trabajo de Kramer era un cómodo
punto de referencia, muchas dudas se transformaron en preguntas en la medida en
que tomaba conciencia de mis experiencias profesionales diarias. Me preguntaba
qué pasaba con aquellos pacientes que deseaban hablar o utilizar alguna otra
modalidad en vez de materiales artísticos o bien aquellos que veían como ajeno
el uso del arte como expresión creativa de sí mismos. Me preguntaba si éstos,
entonces, no eran candidatos apropiados para el arte terapia o, en realidad, yo
necesitaba más perseverancia y fe en mi trabajo. A medida que me interné más en
los escritos de Kramer, más dudas aparecieron. Freud aseveró en sus Lecciones
Introductorias al Psicoanálisis:
El
grado de libido insatisfecha que los seres humanos, en promedio, pueden tolerar
en sí mismos en limitado. La plasticidad o libre movilidad de la libido en modo
alguno se ha conservado intacta en todos, y la sublimación nunca puede tramitar
sino una cierta porción de la libido, prescindiendo de que a muchas personas se
les ha concedido en escasa medida la capacidad de sublimar. La más importante
de estas restricciones es manifiestamente la que recae sobre la movilidad de la
libido, pues hace depender la satisfacción del individuo del logro de un número
muy escaso de metas y objetos. (*)
Me pregunté qué podía hacer con aquellos
pacientes que verdaderamente no podían sublimar sus conflictos a través de la
expresión artística. ¿Estaba entonces el campo de la identidad profesional de
un arte terapeuta restringido a aquellos pacientes que sí podían sublimar? Esta
duda se cristalizó cuando leí la crítica que hace Lawrence Kubie (1973) al
concepto de sublimación y su aplicación a la teoría y práctica del arte
terapia. El observó que:
En
general.... el concepto de sublimación ha implicado que el valor social del
comportamiento puede neutralizar o resolver las fuerzas del inconciente, las
fuerzas operantes en toda neurosis y los conflictos de los que deriva el
comportamiento. Si la clínica han aprendido algo del análisis, es que nada de
esto es cierto...
A lo que agregó:
Nuestro
uso incorrecto del concepto de sublimación nos ha engañado, ilusionándonos con
que hemos resuelto el problema cuando en realidad éste sigue sin resolver. La
pregunta se mantiene: ¿Porqué la expresión de los conflictos inconscientes y de
las formas que son socialmente aceptadas, creativas y hasta hermosas, dejan
intactos los conflictos inconscientes de los cuales derivan y su potencia
destructiva?
Mucho de lo que este autor escribió tiene
sentido. A pesar de que Edith Kramer (1973) replicó diciendo que Kubie
distorsionó y malinterpretó su posición y su noción de la sublimación respecto
al rol del arte terapeuta. Lo que le permitía al paciente redireccionar la
gratificación instintiva a salidas más placenteras era el hecho de sentir que
podía ejercer una cierta clase de dominio sobre sí. ¿Había aquí trazas de
modificación de la conducta o mi percepción del tema era limitada? Kramer
sostenía que el paciente, a través de la sublimación, encontraba nuevas metas y
objetos en su trabajo creativo. Sin embargo, algunos temas hacían agua. ¿Cómo
ocurría el descubrimiento de esas nuevas metas y objetos? ¿Era a través de
estimular un resultado exitoso? ¿Se encontraban nuevas identificaciones dentro
del proceso de sublimación? Si esto era así, entonces, en esta teoría hacían
falta más elaboraciones. Más aún, parecía que la neutralización como parte de
la teoría de sublimación incluía, necesariamente, la conversión de imágenes del
proceso primario en las formas de comunicación del proceso secundario, y esto
requería de palabras. La teoría de sublimación de Kramer y su aplicación al
campo del arte terapia, a mi entender, tenía demasiadas lagunas para explicar
la dimensión real del rol del terapeuta. Mildred Lackman-Chapin (1980) estudió
el rol de la identificación en el proceso arte terapéutico. El marco
teórico de Kohut, de acuerdo a esta autora, enfatizaba el desarrollo y la
cohesión del yo al encontrar expresión a través del arte.
(*) N. Del T.: La traducción de este párrafo fue
textualmente tomada de la traducción castellana de Ed Amorrortu en Conferencias
de Introducción al Psicoanálisis, Doctrina General de las Neurosis,
22ª Conferencia: Algunas perspectivas sobre el desarrollo y la regresión.
Etiología. Pág 315, Sigmund Freud, Obras Completas, Vol XVI, Amorrortu
Editores, Bs As. C 1976
Estas ideas despertaban mi interés, ya que
yo también consideraba que el arte era el vehículo ideal para la expresión del
yo.
Desde este marco teórico, Chapin describió
el rol del arte terapeuta como fomentando la búsqueda, por parte del paciente,
de ese estado de cohesión. El rol del terapeuta era el de facilitador de esa
búsqueda tendiente a la integración interna, impedida de desarrollarse
plenamente debido a las dificultades, durante la etapa de crecimiento, de la
relación padres-hijo. Por lo tanto, el paciente atravesaría estadios tales como
grandiosidad e idealización y expresaría estos sentimientos no solo dentro de
la relación terapéutica sino también en la obra producida.
La autora enfatizó la importancia de la
relación real con el terapeuta y como el narcisismo y la grandiosidad de éste
armonizaba y resonaba con la de sus pacientes.
Nos
veo, lejos de mantenernos neutrales, estimulando a nuestros pacientes a que
reaccionen, con nosotros, como figuras que recuerdan de su pasado. El paciente
busca una respuesta en espejo, pero no recuerda a ninguna persona crucial de
ese pasado, precisamente porque hubo una falla en la empatía durante los
tempranos estadios pre-verbales, antes de que la función de memoria del yo se
organizara.
Para Mildred Chapin, el arte terapeuta
estaba especialmente entrenado para ayudar al otro a encontrar sus “objetos internos”
(la relación internalizada que llevamos en nuestro interior) ayudándolo a
crear, a través del arte, una representación válida y auténtica de su yo. La
síntesis que esta autora hizo de la teoría de Kohut tenía visos de verdad.
Los
pacientes nos usan, los reflejamos a ellos y a las posibilidades que tienen.
Estamos allí para alentarlos a actuar sobre esas posibilidades y respondemos
con verdadera satisfacción cuando logran recrear objetos internos que los
acercan a una mayor cohesión de su yo. A veces, hasta les permitimos que se
fundan con esta parte nuestra, dándoles fuerza temporariamente a través de esa
identificación con nosotros y los sostenemos hasta que logran que su obra de
arte los libere y ya no nos necesiten.
Pensé que por fin había encontrado un marco
teórico compatible con los valores y el recorrido de un artista.
Aún así, había algo que no terminaba de
convencerme, especialmente cuando pensaba en esos pacientes que no podían o no
querían pintar o dibujar. Esos casos border o psicóticos que estaban inundados
por impulsos primitivos y que no podían encontrar contención sólo a
través del arte. Estos pacientes o bien dirigían sus impulsos agresivos y
amorosos hacia diferentes integrantes del equipo terapéutico o se sentaban en
soledad, guardándose del contacto o de las intromisiones. Vistos a la luz de su
desarrollo, parecían haber sido dañados en un período anterior que el de
aquellos pacientes aquejados por trastornos narcisistas. Para el psicótico, la
simbiosis apenas había comenzado cuando se produjo una disrupción en el entorno
facilitador, mientras que en el caso del border, éste parecía haber sido
inundado por introyecciones fragmentadas ya avanzada la fase de simbiosis.
Masterson (1976) describió a los pacientes border como fluctuando entre
períodos de regresión a un estado de fusión, o, en su búsqueda de autonomía,
sintiéndose avasallados por sentimientos de abandono. En ambos tipos de
pacientes, el foco del tratamiento debía concentrarse en la integración del yo
y el control de los impulsos.
La mayoría de estos pacientes estaban tan
perdidos en procesos primarios que eran ´tragados´ por imagos primitivas que
borraban su sentido de la realidad. Pude ver su fragmentación y caos expresados
en sus trabajos, estados que también se manifestaban hacia todo el staff
terapéutico. Este recibía ese clivaje y esa desorganización en tanto las
polaridades odio-amor de cada paciente fragmentaban y desintegraban toda
cohesión en el tratamiento terapéutico. Muchas veces sentí que el arte podía
contener este caos y ser un marco desde el cual se podía empezar a diferenciar
la realidad interna de la externa. Esta contención, sin embargo, muchas veces
era inestable y era necesario entonces establecer y estructurar un límite y una
confrontación que arrojase claridad a las difusas y primitivas imágenes.
Me pregunté entonces si mi parte
anticonformista no estaría metiéndose en problemas, alejándome de mis colegas y
perdiendo mi especial identidad como arte terapeuta (1). Mi parte analítica
sostenía que no parecía posible una teoría general de tratamiento del psiquismo
que incluyese a los psicóticos y los borderline a menos que sintetizara el
proceso de neutralización. La experiencia me mostró que el arte, por sí mismo,
no neutraliza los conflictos. Aunque le daba a la gente un lugar en el que
podían sentirse más centrados, a partir de alcanzar nuevos niveles de
conciencia, no podía producir el enorme trabajo de separación que se requiere
para formar nuevas identificaciones y relaciones. Aquí hacía falta convocar al
terapeuta para que ayudase a los pacientes a procesar el dolor y la
desesperanza así como también el tipo de amor inherente a las relaciones
patológicas. Pude ver el efecto de esto
en niveles verbales y no verbales, dentro de un proceso de reacción y contra
reacción, más que de un proceso en el que fuera el terapeuta quien da insight a
sus pacientes. (2)
Un pequeño caso clínico (aportado por María
Meltzer) ampliará estas aseveraciones en más detalle. Es el caso de un hombre
de 72 años que estaba en un geriátrico recuperándose de un infarto. Por esa
época el paciente estaba en las manos de una de mis estudiantes y estaba ya en
su tercer año de tratamiento arte terapéutico. A pesar de su edad, tenía
energía suficiente como para correr tras las enfermeras. A veces, amenazaba con
no comer y se aproximaba a la
experiencia artística como si fuese una fiesta sin fin, comida que debía ser
devorada, un trozo de material tras otro, como si nunca pudiese llenarse. Es
preciso mencionar que en su infancia tuvo una madre ausente y fue cuidado por
múltiples personas. A veces, el cuidado estaba a cargo de su padre o un tío
lejano. Obviamente, esto produjo pobreza emocional y afectiva es este sujeto,
así como una deficiente cohesión de su yo. El control de sus impulsos era
primordial y manejarlo a él se hacía, a veces, muy difícil. Corría tras las
mujeres tratando de agarrarlas y abrazarlas, mientras que a la vez idealizada y
menospreciaba a su terapeuta. A veces, comenzaba una huelga de hambre si la
terapeuta no estaba disponible, otras veces, se quejaba y pedía alcohol. Sus
obras estaban llenas de poderosas mujeres con enormes pechos y sin manos. El
aparecía como alguien minúsculo. Pasaba de un dibujo de estas mujeres a otro,
tratando de capturar una fantasía que se le escapaba de las manos. Veía a la
gente como fuente de nutrición. Muchos de sus trabajos exhibían una fusión de
caracteres masculinos y femeninos, subrayando el clivaje en su identificación
sexual.
(1)
Al concentrar tanto mi
atención en la relación terapéutica
(2)
El arte, entonces, pasó a
formar parte del contexto terapéutico donde el desafío creativo del arte
terapia es captar, organizar y reformular viejos mensajes en un orden y
encuadre totalmente nuevos.
En uno de sus primeros trabajos, pintó un
caballo negro y furioso, con dientes prominentes, llevando una mujer blanca de
grandes pechos que parecía estar a punto de caerse del animal. Esta obra
mostraba la división entre la inalcanzable mujer blanca de pechos grandes y su
lado oscuro, lleno de rabia.
El paciente recibió mucha empatía de la
terapeuta, además de estímulo por su trabajo. Lentamente pude ver cómo
lentamente internalizaba a su arte terapeuta.
Aún así, su ´puesta en acto´ continuaba. Lo
que quedaba claro es que con la empatía no alcanzaba. El sujeto necesitaba una
estructura que le pusiera límites y restringiera su acting out. Era
necesario establecer esos límites para protegerlo contra su ansioso deseo de
fusionarse con la imago fantaseada de un pecho sin fin. Si debía sentirse
completo, el paciente tenía que comprender tanto su deseo por un pecho
imaginario como su necesidad de castigarse por su avidez. Necesitaba una
estructura dentro de la cual pudiese ver que su sed de vida, que aparecía en su
envidia y su avidez, no sólo podía llegar a ser dominada sino además puesta a
su servicio.
Este caso demuestra como la empatía sola no
alcanza para que un paciente encuentre un sentido interno de integración. La
búsqueda de comida por parte de este hombre, tanto a través de su obra como del
entorno institucional, necesitaba ser atendida para que su odio y su amor
encontraran un sentido de integración interior. Sin esta estructura, considero
que la ansiedad despertada por su deseos de fusionarse y el clivaje en sus
afectos permanecerían inalterados.
Aquí también puede verse el juego tanto de
relaciones reales y como transferenciales. La terapeuta era real y lo sostenía,
aunque también era la raíz de mucha envidia y odio. Creo que la relación real
ayudó a este paciente a encarar los temores y miedos conectados con su deseo de
fusionarse. El arte se transformó en terapia cuando la terapeuta escuchó y
reaccionó en consecuencia al mundo interior de este hombre. Para que esto fuese
posible, la terapeuta logró que su propio yo y sus símbolos resonaran y
respondieran empáticamente a la lucha del sujeto contra la separación y la
pérdida.
Esta posición teórica finalmente vio la luz
en el texto Las terapias expresivas: la aproximación de las artes creativas
al tratamiento de afecciones psíquicas profundas (Expressive Therapy: A
Creative Arts Approach to Depth Oriented Treatment) (1980). En este libro
traté de integrar en un solo encuadre una teoría que apuntara al tratamiento
terapéutico tanto verbal como no verbal. El siguiente párrafo dará al lector
una idea de esta posición:
Para
resumir, como el arte terapeuta entra en contacto con la parte más primitiva de
su paciente a través de la comunicación no verbal, experimenta las sutiles
expresiones de dolor, pérdida y soledad que se hacen evidentes ante la dañada
capacidad de relacionarse (Balint, 1965). Dentro de una relación terapéutica de
juego, estas sutiles representaciones simbólicas del yo y de los objetos cobran
un nuevo significado. Los múltiples objetos parciales, con sus correspondientes
afectos de amor y odio, necesitan ser tocados, escuchados y visualizados. Pero
es fundamental que el propio terapeuta sienta y entre en contacto con esta
temprana área del desarrollo para poder reproducir un espacio transicional de
reparación. Es en este espacio donde habrá lugar para la resonancia y para el
diálogo y donde además, comenzarán a integrarse los complejos sistemas afectivo
y perceptual. Creemos que tal proceso es no verbal y demanda del terapeuta la
habilidad de jugar, simbolizar y emplear una amplia variedad de modalidades
sensorio-espaciales.
Mi temprana preocupación por el paralelismo
entre los procesos creativos y terapéuticos se aunó en esta capacidad por parte
del terapeuta de utilizar una serie de modalidades diferentes, de simbolizar,
de jugar. Era en este terreno que el terapeuta no solo necesitaba poder pasar
de modos de comunicación primaria a secundaria sino también facilitar ese
pasaje en el paciente. Si bien sostuve que la modalidad de conducta no verbal
en el terapeuta era una de las particularidades de la experiencia de sanación,
se hizo también patente que en otros momentos el terapeuta debe utilizar su
propio yo para ayudar al paciente a contrastar, investigar, atender; en suma,
ayudarlo a objetivar sus percepciones para poder lidiar mejor con su mundo
interno.
Habiendo fortalecido mi teoría, tenía ahora
el desafío de explicar a mis alumnos la utilidad de la misma en el tratamiento
de desordenes psíquicos profundos, especialmente cuando la mayoría de arte
terapeutas trabajaban con tratamientos a corto plazo. Estaba convencido que
para que el accionar de estos terapeutas fuese efectivo en este tipo de
escenario, era necesaria una sofisticada comprensión.
Como ejemplo ofreceré un corto caso clínico
que fue presentado por una alumna en una de mis clases, ella estaba trabajando
en un centro para tratamientos a corto plazo, donde el promedio de estancia era
de cinco semanas. Describió el caso de un hombre paranoico y asustado que hasta
estaba dispuesto a matar a quien se le acercase, y gustaba de arrinconarse en
una esquina de la sala. El mensaje era claro: no se acerquen. La historia
clínica hablaba de vagas alucinaciones, aislamiento extremo, furia y un lábil
contacto con la realidad. Cuando mi alumna mostró algunos de los trabajos del
paciente pudimos ver manos tratando de agarrar un algo, arañas colgando, leones
carnívoros e imágenes del propio paciente siendo tragado y destruido. Esto nos
llevó a discutir la teoría de la esquizofrenia paranoide. Analizamos la
diferencia entre hostilidad defensiva y reactiva, conectamos la furia a la
culpa y discutimos el síntoma de grandiosidad. Como es común en este tipo de
cuadros, al paciente le era difícil discriminar el adentro del afuera.
Metafóricamente, el león hambriento en su interior estaba ahora afuera, acorralándolo
en una esquina.
El tratamiento de este sujeto implicaba
trabajar sobre su yo pero sin perder de vista la dinámica y los tiempos
limitados de la institución. Se observó que no había que ser un león para
necesitar un espacio amplio en el que moverse ni para comer solo y en paz. Esta
metáfora pareció adecuada para abordar el yo del paciente, en tanto se aplicaba
tanto a su necesidad de poner distancia como al reconocimiento de su voraz
apetito. Utilizando símbolos de esta manera, se esperaba que el terapeuta
pudiese conectar con las imágenes internas del sujeto de forma no amenazadora
mientras a la vez, urdía estrategias para lograr la adaptación.
Lo que me quedaba claro era que el trabajo
sobre el yo de mis pacientes se desenvolvería en este nivel no verbal, que
primero estaría la experiencia artística creativa como punto de partida para la
recuperación.
Cuando ahora pienso en esta clase de
paciente, que no puede utilizar la interacción entre metáfora e imagen en un
nivel verbal, siento que, teóricamente, he cerrado el círculo. Recalco entonces
que importante es que, como arte terapeutas, respetemos las diferencias
teóricas y de abordaje y que aprendamos unos de otros.
En resumen, he modificado el marco teórico
original que versaba sobre la sublimación para incluir las ideas de Kohut,
relaciones objetales y teoría del yo y a la vez he dado lugar al amplio
espectro de teorías que poseen aportes interesantes que pueden ser aplicados
algunas veces, aunque otras no. Es así como las imágenes arquetípicas Jungianas
han conectado a un paciente con el inconsciente colectivo ampliando su noción
de yo y otras, la terapia Gestáltica, ha contribuido a que un paciente
confronte las fragmentadas representaciones de su yo y de sus objetos.
Mi identidad profesional como arte terapeuta
ya no es estática, se teje y fluye con cada paciente y en cada sesión. Cada
individuo trae sus propias deficiencias de desarrollo por lo que debo estar
atento a las estructuras yoicas y como éstas se
expresan, lo que a la vez repercute en la relación terapéutica.
Mas aún, el juego ya no es visto como un
estado intermedio que facilitará la expresión artística, sino como un estado
cognitivo del yo que facilita la expresión simbólica y en imágenes. Las
técnicas y los materiales ya no son limitados, sino que deben ser utilizados
con total flexibilidad dependiendo de las necesidades de cada paciente para
organizar y encuadrar diferentes niveles de comunicación.
La teoría se ha transformado en orgánica, es
parte de mí más que una defensa que interfiere en mi experiencia con los
pacientes. En realidad, en cada encuentro terapéutico redescubro la teoría con
nuevos ojos y asimilo y acomodo las diferentes y complejas visiones,
sensaciones e imágenes que tocan lo más profundo de mi ser. Es en ese punto
donde mi esencia de artista se ha fusionado con el psicólogo y ha descubierto
un nuevo sentido en el manejo profesional.
Para mí, el arte ha sido, históricamente,
una fuerza que se enlaza a la tradición humanística. El artista en mi interior
ha sido comprensivo de la eterna lucha del hombre con la sociedad. También he
entendido que no estoy abocado a la reinserción per se sino a que la vida
interior de cada paciente encuentre una forma de expresión que sea a la vez,
adaptativa y de afirmación de su yo. Dentro de este marco humanístico, el
conocimiento y la expresión artística intercambian lugares de contínuo y son
redescubiertos para satisfacer las necesidades individuales de cada paciente.
Como artista terapeuta que soy, estoy
convencido de que el conocimiento invariablemente trasciende los límites de la
palabra, pero eso no debe hacer que se coloque a la psiquiatría en el papel del
“malo”, o peor aún, como elemento
transgresor de la identidad profesional de un artista. Antes bien, es el
trasfondo que facilita la aproximación humanística, la experiencia real con los
pacientes y el lidiar con la profundidad y complejidad de las relaciones que se
forjan. El arte terapia, entonces, se transforma en un eslabón que nos conecta
con la amplia base en la que yacen los arquetipos colectivos que fusionan la
búsqueda del hombre por lograr sanarse con su necesidad por comunicarse.
Arthur Robbins es Profesor y Presidente
del Departamento de Terapia por el Arte y el Movimiento del Pratt Institute,
Brooklyn, New York
Versión castellana: Luis Formaiano
Mayo 2002
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